El libro de los monstruos

El libro de los monstruos
J.Rodolfo Wilcock
La Bestia Equilátera, 2019
Relato, 168 pp.

por Rubén Sacchi

Una nómina desopilante de personajes abre el libro a manera de índice, pero lo llamativo no acaba en sus nombres, también se extiende a sus descripciones. No es subjetividad del lector, ya que el mismo autor los describe como “monstruos” y, como expresa uno de ellos, Mario Obradour, “Siempre nos toman por lo que parecemos ser”.

El libro compendia una serie de seres fenomenales en descripciones absurdas, si es que ello es posible en un mundo donde la mayoría de la humanidad adora y cree en la existencia de dioses y santos, algunos de los cuales superan ampliamente la fantasía de Wilcock.

Todos están unidos y atravesados por una misma suerte: sus semejantes (de especie) los arrojan al abandono y al olvido. Cada texto acerca miradas metafóricas de la realidad: Pelagra Rete avizora un negro porvenir; Erbo Meglio remata en una visión crítica de la TV y el Mariscal Cono Liscarello hace una particular alegoría del comunismo. ¿Será que, como se pregunta en Elviridio Tatti, “todos estamos mantenidos con vida en terapia intensiva, hasta la inevitable muerte biológica?”.



J. Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero civil en 1943. Vivió un tiempo en Mendoza, donde trabajó en la construcción del  ferrocarril trasandino, pero abandonó su profesión para dedicarse a la literatura. A partir de 1957 se estableció en Italia, y allí permaneció hasta su muerte, veintiún años después. En ese lapso escribió una obra narrativa admirable, que se agrega a una carrera poética brillante, pero inadvertida en la Argentina.
 Incursionó en todos los géneros literarios: poesía, relatos, novelas, teatro. También se desempeñó como traductor. De su obra narrativa, se destacan El caos (La Bestia Equilátera, 2015), El ingeniero, La sinagoga de los iconoclastas, El estereoscopio de los solitarios (La Bestia Equilátera, 2017), Hechos inquietantes y Los dos indios alegres.

Cuando murió en 1978, Wilcock había convocado ya la curiosidad o provocado la admiración de la intelligentsia italiana (Pasolini, Calvino, Elsa Morante, Ruggero Guarini), pero nada había podido hacer con la local, provista siempre, en los casos en que debería suspenderla, de un solícito grado de suspicacia.
 

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