Luis Benítez
Moglia Ediciones,
2016
Cuento, 120 pp.
por Rubén Sacchi
Cuando hablamos de
Las ciudades de la furia, inmediatamente pensamos en las gigantes e
impersonales urbes que se erigen idénticas más allá de la
geografía que las contenga y que atraviesan paisajes y humanidades
con igual desprecio, pero no es este el caso. El libro habla de otras
construcciones, más privadas e interiores, ajenas a lo edilicio que
las contenga, sea ya la gran ciudad, el suburbio o un pueblito de
referencia olvidada en los datos de catastro.
Benítez, con fino
trazo, describe esos escenarios habitados de personajes que conviven
con sus propios fantasmas y deseos. Instala atmósferas espesas,
opacas, como la de Hola, Darcy; atraviesa la candidez de quien
cree que, en un sistema más salvaje que la jungla, carente de reglas
perdurables, el trabajo puede asegurar el futuro, en el cuento Los
buenos, y llega hasta la cristalina y tierna página de El
geko, un fresco de la niñez que aplaca, con su fantasía, la
sordidez y crueldad de otros relatos, como La radio roja,
tremendo manifiesto de denuncia social.
Hay un evidente
rechazo a lo políticamente correcto. Lejos de idealizar la condición
de discapacidad, la coloca en un plano de igualdad junto a la
plenitud y desnuda los actos de perversión que tanto un enano como
un ciego pueden pergeñar, sin envidia de aquellos cuyas aptitudes
son tomadas por normales por las consideraciones sociales reinantes.
Las historias
deslizan textos profundamente reflexivos, así el detective privado
razona “la demencia era aquello: seguir una pista falsa que
lleva lejos de uno mismo hasta que desaparece a nuestras espaldas el
camino de regreso”; o el sobrino del tío Edmond, sentencia:
“La vejez nos hace recordar a los tantos hombres que no fuimos
–los que postergamos para ser aquél que todos conocieron-…”,
para agregar más tarde “La historia, todas las historias de los
hombres, son sólo la cáscara de motivos secretos”, inserta en
un párrafo sin desperdicio, impecable y propio de un digesto
filosófico que pone en evidencia al poeta humanista, al observador
crítico de la especie que hay detrás de las ficciones.
El libro debe leerse con la naturalidad que propicia el protagonista de El coleccionista,
olvidando que algún día habrá de morir “para dejar fluir el
poderoso mar de las ideas, otra de las formas de la eternidad”.
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