El saco de Douglas


El saco de Douglas
Denise León
Paradiso Ediciones, 2011
Poesía, 64 pp.

por Rubén Sacchi

El saco de Douglas no aparece en las páginas del libro, sin embargo está allí, encabezando la historia. Tiene una presencia tan sólida como la ausencia; entonces ¿desde qué lugar puede contarse la contingencia de la inmigración? Una manera de hacerlo es hablando del padre ausente. Los poemas siguen un itinerario de dasarraigo y carencias y se dividen en tres momentos representados por sendos protagonistas. El primero corresponde a Luisa y transcurre en 1914. Los indicios hablan de un sitio en Europa, quizás Grecia, atravesado por la Gran Guerra y la opresión del ejército turco sobre la comunidad judía sefaradí, los turcos como sujeto avasallante y temible, con su consecuente secuela de dolor y miseria: “Cada una de las partes iguales en las que se divide el día se me aprieta el corazón...”. El padre huyó abandonando los zapatos, quizás para no ser oído, aunque para el pueblo judío, y en el imaginario popular, esa prenda cobre un valor simbólico mayúsculo a partir de las imágenes que trascendieron de los campos de concentración.
Es en este espacio donde Denise León escribe en dos lenguas, particularidad que no se repite en el resto del libro. Tal vez, una buena manera de referir una cultura que se va perdiendo, tradiciones que, a jirones, quedan en cada sitio por donde el emigrante transita: “escucha, Israel. Yo hablo una lengua muerta”.
Una segunda parte, Klara, se fecha en el 39, año en el que nuevamente resuena en el Viejo Mundo, el metálico ruido de la maquinaria bélica. Es el momento de seguir las huellas del padre y América es un destino posible. Salvar la vida no significa hacerla florecer: “Mi madre tenía sólo veinticinco años cuando escribió por desgracia vivimos todavía”, para agregar “del mismo modo que una herida arroja su propia luz fluyen las imágenes”.
La etapa final se titula Alegre y se ubica en 1971. Aquí, el protagonista es Chocho, el bebé que continúa la línea de sangre. La alegría de un niño, por momentos, modifica la atmósfera densa de los poemas pero, sutilmente y contra todo posible olvido, nos recuerda que “Las cicatrices pican”.
Al fin, la vida gira en un carrousell que la va secando, que le quita su capacidad de emocionarse y hasta pone en tela de juicio la existencia de Dios, o quizás no, pero le resta toda importancia y “el mundo no pesa más que la mano de un chico sobre los hombros”. Puede que la historia se explique en las palabras de George Perec: “ser emigrante era tal vez precisamente eso: ver una espada allí donde el escultor creyó, con total buena fe, poner una antorcha y no haberse equivocado por completo”.

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