Las carnes se asan al aire libre
Oscar Taborda
Mardulce, 2016
Novela, 192 pp.
por Rubén Sacchi
Hay escritores que, luego de producida su ópera prima, no vuelven a publicar. Para esos casos, los rumores se encargan de susurrar que los ha abandonado la inspiración, que entraron en el pánico de no poder superar la magnificencia de ese primer trabajo, en el que depositaron todo el talento del que pudieran disponer o que siguen escribiendo en silencio. No sé particularmente si Taborda encaja en alguna de estas categorías, pero personalmente lamento su largo silencio público, y hago esta aclaración porque cuando tenemos entre las manos una obra como Las carnes se
asan al aire libre cuesta pensar en que ese silencio sea también hacia adentro. Quiero suponer, entonces, que el autor siguió produciendo trabajos de similar talla, los que algún día tendremos la suerte de leer, ya sea de su voluntad o algún necesario émulo de Max Brod.
En la novela hay dos elementos que me son familiares: el paisaje en el que abreva gran parte de la narrativa de su comprovinciano Juan José Saer y un estilo de escritura que, por momentos, me acerca a la prosa de ese notable escritor maldito de nuestras letras que fue -y es- Néstor Sánchez.
La historia trata de la inercia y el sinsentido. De vidas que obedecen a patrones cuasi mecánicos y que, puestos en movimiento, no son capaces de detenerse por sí mismos. Existencias que ni siquiera procuran el disfrute como objetivo y se mueven como cumpliendo con un sino inevitable que nos lleva a pensar en el poema de Raúl González Tuñón: “inocentes como animales y canallas como cristianos”.
No es un clásico road-movie, sucede en el agua, en esa inmensidad verde y marrón que es el delta paranaense. En sólo cuatro días de una salida de pesca, los tres personajes desarrollan facetas de su potencial que ni ellos conocían y que, probablemente, no perduren en el acervo de su embrutecida experiencia.
Uno, el Pelado y el Tercero, tales los nombres de los protagonistas (o su ausencia) abonan un clima de extrañeza, a la vez que de anonimato y universalidad. El mismo texto los define, a ellos y a su errático derrotero: “Obraban guiados por una fuerza tan recta en sus propósitos que podría confundírsela con la voluntad o una ley genética”.
Durante un largo fin de semana saturado de alcohol y en una atmósfera difusa y neblinosa como sus conciencias, los navegantes acuden a la imaginación para desarrollar historias disímiles y extravagantes, en las que llegan a asimilarse a los genocidas que arrojaban los cuerpos de los detenidos-desaparecidos al río o donde el protagonista entra en contradicción con el objeto de su función, como el caso del naturalista que acecha al ornitorrinco para matarlo, aprovechando el relato para describir toda la crueldad a la que puede llegar un ser humano.
Acertadamente, describe el aire como un “cosmos amoral”, en el que priman la insensibilidad ante la vida o la ingratitud hacia quien nos procura hospitalidad.
Con un final abierto, aunque a lo largo del texto algunas pistas delatan cierto futuro, el autor maneja un clima que no da tregua, que mantiene las tensiones al límite, que siempre deja la mecha muy cerca de la llama, con una alta probabilidad de que cualquier viento, por mínimo que sea, las junte.
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