ávido don

ávido don
Claudia Schvartz
Editorial Leviatán, 2008
Poesía, 80 pp.

por Rubén Sacchi

Difícil empresa resulta el intento de describir la poesía de ávido don. Es una sucesión de imágenes que se enhebran generando ideas. Cada quien verá su paisaje y la convertirá, de esa manera, en universal. Pero si algo transmiten estos versos, es la simbiosis de la poeta con lo natural, la vida en sí misma que la contiene y, a la vez, es comprendida.
Claudia Schvartz nos entrega una sucesión de días, con sus amaneceres, ocasos y noches;su maravilla y sus temores. La existencia y sus conflictos: el devenir de las horas y las cuestiones de los hombres. Ninguno escapa a una visión abarcadora y a la vez introspectiva, inundan los ojos y el alma del lector componiendo, como su autora rotula, el don de la avidez.
El libro, sutil viaje a la nostalgia, se divide en cinco partes y comienza con un viento que resulta amigable, Nordeste, ráfaga que “pronuncia un paisaje en movimiento”. Le sigue Eco, donde la palabra, cual piedra, es arrojada al pasado y su rebote arrastra los recuerdos; continúa Almácigo, que guarda, como semillas, los objetos de antaño y “una fiebre de vivir la última hora”. Schvartz rememora los días en un ambiente pueblerino, quizás parte de su infancia, donde “desde las casas el cierto perfume de la sopa” proporciona la calidez del hogar y una “luminosa baba que un caracol traza/ en la cal del mojón”, lleva a valorar la gigantesca pequeñez...o la tenacidad del amor, expresando “Dulce corazón empedernido/ qué rápido la noche, qué larga el hambre”.
Continúa con Notas para un poema, hecha de pequeñas frases, cual pétalos de una gran flor; profundos, deslumbrantes, solidarios, “Siente una repugnancia casi religiosa ante el dolor ajeno”. Pertinaz observadora de la naturaleza, cual humilde discípulo ante el sabio maestro, reflexiona “En lo alto de la enramada, la flor rosa del laurel,/ inconfundible/ ¿Cómo pudo trepar tan alto, la loca?/ Sorprendida comprendo que el amor es una virtud/ avara”, para terminar: “No sólo besos las palabras”.
Concluye con Minga. Pero a esa reunión sólo se dan cita los fantasmas y esa remembranza que azota insistente la memoria. Ya no es el paisaje o el poblado, sino “la casa de un día”, abarcando todos los sentidos hasta hacerlos uno en la “Insistencia de la casa metida bajo la piel/ como si yo, fantasma de ella,/ sombra que ya no existe.../ ni el patio ni el parral”.
Esa evocación tan íntima conlleva implícita cierta tristeza, la que arrastra todo aquello que sabemos para siempre patrimonio del ayer. Eso que nos hace pensar, con precaución, que “la vida vale la pena siempre y cuando”, porque la vida, en su avidez, consume nuestros días y “en la rueca de mi cuerpo/ hila su tiempo futuro”.

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